zanjas.profundas@gmail.com

martes, 30 de diciembre de 2008




Dignidad

...Y dice el corazón noble y fuerte:

"El duelo por amor
es por el amado muerto.

La traición sólo merece desprecio...

...Y acaso venganza"

viernes, 19 de diciembre de 2008




Dale a Bush con tu zapato

Practica el videojuego de moda en Oriente Medio, el Magreb y el mundo decente en general.

Aquí está nuestro beso de despedida, ¡perro!

miércoles, 10 de diciembre de 2008




Poupees Electriques por la Ciudad Animal

También tocarán Futuro Vegapop y Mentenguerra

"...música imposible para gente imposible..."

lunes, 8 de diciembre de 2008




A propósito de "Troya"

"Te contaré un secreto, algo que no se enseña en tu templo: los dioses nos envidian. Nos envidian porque somos mortales, porque cada instante nuestro podría ser el último, todo es más hermoso porque hay un final. Nunca serás mas hermosa de lo que eres ahora, nunca volveremos a estar aquí..."

(Aquiles Pitt en "Troya")

...O lo que es lo mismo: aprovecha el momento, carpe diem, vive el ahora. Enseñanza mística que puede acabar en enseñanza nietzscheana y mito-rockera: "vive deprisa, muere joven y deja un bonito cadáver".

Sin llegar a tanto, ¿cuántas veces nos hemos arrepentido de no haber hecho o dicho algo en el momento oportuno? ¿Cuántas veces por miedo? ¿Cuántas por mantener las convenciones sociales? ¿Cuántas veces hemos sido infieles a nosotros mismos?

Pero también, ¿cuánto dolor hemos evitado no haciéndolo o diciéndolo?

Y ahora, ¿merece la pena? Has evitado el dolor (el tuyo o el de otra persona -tu madre, tu amigo, tu novia) a costa de una traición. ¿Merece la pena?

¿Y el miedo? Miedo al rechazo, miedo a la reacción ajena, miedo al "NO". Y así pasan los años.

No has mandado a tu jefe a tomar por culo y así te va (aunque si lo hubieras hecho quizá te fuera peor). No le has dado un cálido beso a ese chico que tanto te gusta (al que quizá tú le gustes, pero que no termina de lanzarse) porque debe ser él el que dé el primer paso (o eso crees, eso te han hecho creer desde siempre).

Pero bueno, tampoco se trata de ser sincero siempre y en todo momento, ya que ello puede resultarnos perjudicial. Lo que hay que hacer es sopesar en cada momento con qué perjuicio nos quedamos; siempre podemos cambiar el platillo de la balanza, siempre podemos intentar volver atrás, rectificar (aunque a veces sea tarde). Tampoco hay que ceñirse a las propias decisiones si de verdad vemos que no llevábamos razón o si ya no es lo que queremos. "El destino no está marcado al nacer / yo he elegido ser lo que siempre seré / hijo de Caín", decían los Barón Rojo. Pero, ¿qué más da que elijan nuestro destino o que seamos nosotros quienes lo elijamos si no podemos cambiar nuestra elección en un momento posterior?

¿Quién no permite nuestro camino de vuelta, nuestro regreso al redil? ¿El pastor? Busquemos entonces un nuevo rebaño. Pero quizá no lo necesitemos.

Muchas preguntas, pocas respuestas. Seguimos en la Zanja.

Por cierto, un buen análisis de la película "Troya":

miércoles, 3 de diciembre de 2008




Escritos y dibujos de otro amiguete

... Este mundo, tan lleno de artistas anónimos...



Viaje a la India

Hola, este es el blog de un amiguete que está haciendo un viaje por la India... Sí, en estos tiempos que corren.

martes, 18 de noviembre de 2008




Caminito del Rey (un paseo temerario)

Cortesía de Juantxo y/o Maripaz:



Caminito del Rey
De Wikipedia, la enciclopedia libre

El Caminito del Rey es un paso construido en las paredes del Desfiladero de los Gaitanes en El Chorro, cerca de Álora (Málaga). Se trata de un paso peatonal de 3 km con largos tramos con una anchura de apenas 1 m colgando hasta 100 m de altura sobre el río, en unas paredes prácticamente verticales. Actualmente se halla muy deteriorado, casi todo el recorrido está sin barandilla y hay segmentos que se han derrumbado, quedando sólo la viga de soporte. Todos estos factores han contribuido a crear una leyenda negra tras haber perdido la vida varios excursionistas tratando de cruzarlo.

Historia

La Sociedad Hidroeléctrica del Chorro, propietaria del Salto del Gaitanejo y del Salto del Chorro necesitaba un acceso a ambos para facilitar el paso de los operarios de mantenimiento, transporte de materiales, y la vigilancia de los mismos. Las obras se iniciaron en 1901 y fueron terminadas en 1905. El camino comenzaba junto a las vías del tren de Renfe y recorría el Desfiladero de los Gaitanes, permitiendo el acceso a ambos saltos. En 1921, el rey Alfonso XIII asistió a la inauguración de la presa del Conde del Guadalhorce cruzando para ello el camino previamente construido. Fue a partir de este momento cuando se le empezó a apodar como Caminito del Rey, nombre que se mantiene vigente actualmente.

El paso del tiempo y el abandono de su mantenimiento hizo mella en el Caminito: en los años 90 presentaba un estado lamentable, con la barandilla desaparecida en prácticamente todo su recorrido, numerosas secciones derrumbadas y las que quedaban amenazando con hacerlo. Precisamente fue su peligrosidad uno de los factores que contribuiría a su fama, numerosos excursionistas se dirigían a El Chorro motivados por recorrer el Caminito (aunque también por su zona de escalada, una de las más importantes de Europa). Esto propició numerosos accidentes (algunos mortales) a lo largo de los años y acrecentó su leyenda negra.
Excursionistas cruzando el camino con la vía del tren al fondo

En 1999 y 2000 sendos accidentes mortales que costaron la vida a cuatro excursionistas indujeron a la Junta de Andalucía a cerrar los accesos al camino, demoliendo su sección inicial. Esta medida no consiguió detener a los excursionistas, que seguían encontrando la manera de acceder a él escalando. También decretaron una multa de 6.000€ por transitar por las vías y los túneles del tren por las que se puede volver del Caminito.

La Diputación Provincial de Málaga, en colaboración con la Junta de Andalucía, ha incluido en sus presupuestos del 2006 un plan de restauración.

viernes, 17 de octubre de 2008




Lugares surrealistas II





(Continuación)

El sábado salí pronto de casa (17:00) para comprarme un libro. Fui dando un paseo hasta el centro y cuando estaba frente a la Espasa cambié de opinión: en realidad tengo bastantes libros en casa por leer; hace poco hice limpieza, ordené los libros de literatura y me salieron unos 20 que no había leído; los ordené alfabéticamente y tras leer la autobiografía del trompetista Chet Baker, las leyendas de Bécquer y a Pearl S. Buck, tengo en la mochila “La peste” de Camus. Además, debería retomar mis principios anticonsumistas, que en época de crisis nunca vienen mal.

Así que llamé a una amiga, Estela, la cual estaba con otra amiga, Azucena, las dos con las que fui a ver el concierto de Jethro Tull. Como andaban por el centro de Madrid quedamos a tomar unas cervezas en la plaza de Santa Ana. Tras las mismas decidimos hacer tiempo para ir al Melo’s, en Lavapiés, el siempre atestado abrevadero del lugar, pues Azucena tenía antojo de croquetas; allí sí que son surrealistas las “zapatillas”: unos gigantescos bocadillos de lacón con queso que harían las delicias de... ¿Queréis ver unidos a hebreos y musulmanes? Llenad los Santos Lugares con franquicias del Melo’s... Nos pedimos media para los tres y a pesar de que Azucena zampaba como si fueran a quitárselo (es que la chica acababa de dejar de fumar, llevaba casi cuatro horas sin cigarrillo), acabamos bastante llenos, regado con ribeiro, etc, etc.

Pero yo no quería hablar del Melo’s. Sino del paseo de antes. A Estela se le ocurrió, no sé si porque alguien se lo dijo en algún otro momento anterior de su existencia, o porque ya había estado, entrar al nuevo hotel de la Carrera de San Jerónimo, el Urban, para subir a la terraza. Y así hicimos: completamente decididos, sin miradas dubitativas, entramos, nos dirigimos a los ascensores, que estaban abiertos, entramos y subimos a la terraza. El sitio es una pasada, pues se observa una buena parte de Madrid desde lo alto: los tejados rojos llenos de antenas, la Carrera de San Jerónimo desde arriba, como si estuvieras colgado, tras unas mamparas de cristal y su vértigo consecuente. La terraza consta de sillas, sillones y hamacas donde descansar, mesitas donde reposar las bebidas que algún camarero subiría, lámparas traslúcidas que en ese momento no se dignaron a encender, a pesar de que la luz ya empezaba a escasear.

Sí que estaríamos allí arriba unos diez o quince minutos, hasta que apareció un calvo vestido de negro que, sin decir una palabra, amablemente nos abrió la puerta del ascensor y nos acompañó hasta la planta baja. Quizá fuera coincidencia, quizá no. Nunca lo sabremos ya que no intercambiamos palabras más allá del “hola” y “adiós”. La subida y bajada en ascensor también tiene su aquel, pues las paredes del mismo son transparentes (todo es transparente en este hotel, como en el garito de Alcorcón) y se ve el patio central; y a través de las paredes del patio, los pasillos que dan a las habitaciones en cada piso. En fin, otro curioso lugar donde pasar media horita de la tarde del sábado, porque invitar a la churri a una noche de pasión en un sitio tan fashion puede dejar temblando tu bolsillo. Entonces nos dirigimos al Melo’s.

Tras salir del Melo’s, habiéndose incorporado Fernando (amigo de Azucena) y... y... No me acuerdo de cómo se llama la amiga de Estela, porque siempre realiza apariciones relámpago (se toma una cerveza, ribeiro en esta ocasión, y se va); tras ponernos gochos, como decía, de lacón, queso y besamel encroquetada, Fernando y yo decidimos hacer de basurillas y rescatar unos “Cuadernos de Pedagogía” que alguien había mandado a la porra dentro de una caja de cartón. “Seguro que Azu los aprovecha”, pensamos. Pero pesaban mucho y Azu, tras echarlos un vistazo y seleccionar un par, los dejó en un banco de la Plaza de Lavapiés, para lectura de transeúntes o lecho de vagabundos. Azu sacó dinero, recapacitó y se sentó otra vez en el banco para realizar una selección más exhaustiva, con más criterio; resultado: cogió todos los cuadernos menos dos. Acompañamos a la chica-relámpago al metro... No, porque vive en Lavapiés... Bueno, no sé lo que fuimos a hacer a la boca del metro, probablemente nada salvo ver a unos manifestantes protestando por no sé qué cosa del 11-S, seguramente contra Bush, Burt Lancaster y Mc Cain (pero, ¿quién va a votar a este hombre con ese nombre, con lo cristo-integristas que son en los estates?; si se llamara Mc Abel, todavía), que ya sabéis, Lavapiés es Zona Roja. Tras esto volvimos a pasar cerca del banco donde todavían descansaban los dos cuadernos desechados. Azu se arrepintió y los acogió en su seno, igual que a los otros 20. Así que anduvo cargada con el material toda la noche.

Tras este episodio volvimos a subir por Ave María, volvimos a pasar por el lugar donde encontramos los cuadernos, volvimos a pasar por la puerta del Melo’s y ya casi a la altura de Magdalena, al lado de una bodeguilla que hace esquina y rincón a la vez, nos metimos en una antigua peluquería, con sus antiguos azulejos en la calle anunciando el negocio, ahora reconvertida en tetería pseudo-oriental o pseudo-magrebí. Lo cierto es que no supimos muy bien a qué nacionalidad pertenecían los regentes, si eran turcos, kurdos, libaneses, sirios... Eso sí, todos rubios. El caso es que parecía que nos habíamos colado en una película de Kusturica (por cierto, id a ver la última, “Prométeme”, donde al tío ya se le ha ido la olla): la familia en pleno con matriarca incluida que ni papa de español, niño correteando entre las mesas tirando ceniceros y teteras y arrastrando taburetes, comiendo tarta casera, fumando shishas (no, joder, el niño no), adolescente buenaza que sale a bailar la danza del vientre, adolescentes en otra mesa fumando shishas pero nada de alcohol (aunque alguno tenía cara de haber fumado algo más), que eran compañeros de clase de la que bailaba, por supuesto. En esto que acaba la danza del vientre y ¡zas! sevillana al canto... Sevillana al canto y al baile otra morenaza... Y el querubín correteando por ahí... Y todos aplaudiendo al ritmo de la música. Acaba la sevillana y otra danza del vientre; acaba ésta y otra sevillana, y así durante tres cuartos de hora, y aplausos y bongos... En fin, que faltaban los Kalashnikov disparando ráfagas al techo.

Salimos de allí con la cabeza como un bombo, pero felices de ver divertirse a estas gentes. Dimos un paseo y cogimos el metro para volver a casa.

Pero hete aquí que Azucena debía viajar hasta Manzanares, a la sierra, y el último autobús salía a la 1:00... Eran las 0:35, metro Tirso de Molina... “¿Llegaré? ¿No llegaré? ¿Me vuelvo a casa de Estela?”. Al final, en un impulso de magnanimidad y desprendimiento, me ofrecí a llevarla en coche. En qué hora. Salimos de Estrecho a la una y poco, empezó a chispear y cuando llegamos a Sinesio Delgado, esto es, a cosa de un kilómetro, parecía que estuviese diluviando. El diluvio nos acompañó hasta Manzanares. El parabrisas a toda velocidad no daba a basto para quitar el agua, los coches, por la carretera de Colmenar, se refugiaban en las gasolineras, nosotros y otro por delante eran los únicos gilipollas que rodaban bajo el agua. Por si esto fuera poco, cada cierto tiempo el cielo se iluminaba en un flasazo blanquiazul, pero la lluvia era tan fuerte que nos impedía oir el ruido del trueno. A medida que nos acercábamos a la sierra nos adentrábamos en el ojo de la tormenta y veíamos caer los rayos, lejos sí, pero por un lado, por otro, por el frente, ¡por Tutatis, el cielo se está cayendo sobre nuestras cabezas! Azucena alucinaba, pero yo estaba, literalmente acojonado, es decir, sin cojones, pues a cada relámpago se escondían más arriba produciéndome dolor de tripas, de estómago, no sé; a cada relámpago mis brazos temblaban haciendo dar al coche pequeños vaivenes. No recuerdo haber pasado tanto miedo en toda mi vida (salvo alguna vez en alguna altura por el monte). Afortunadamente no me entró el pánico, aunque tampoco es que me hiciese el machote delante de la chica; pero de no haber estado ella allí, me hubiera refugiado en alguna de las gasolineras. Según ella dentro de un coche no te puede caer un rayo, según mi padre, tampoco y según mi hermano, que es profe de ciencias, el coche actúa de “Caja de Faraday”.

Leyendo sobre el asunto, resulta que el bueno de Faraday descubrió que si a un cuerpo le recubres de metal las cargas eléctricas del mismo, aunque pocas, se distribuyen por esta superficie y al ser de distinto signo, positivas y negativas, se neutralizan constituyendo un escudo frente a descargas externas... Más o menos. ¡Cojonudo! Pero saberlo no quita el miedo.

En fin, una tarde de sábado completita.

martes, 14 de octubre de 2008




Lugares surrealistas I



“This is sssssurrealismmmm”, que decía Dalí. Pues así me he sentido yo este fin de semana: dentro de un cuadro surrealista.

Todo comenzó el viernes por la tarde cuando llamé a Tere para invitarla a un concierto de música etno-electrónica en el Barrio del Pilar. Me cogió el teléfono para decirme que estaba ocupada trabajando, que enseguida me llamaba... tic, tac... tic, tac... Tras una hora de espera Tere seguía sin llamar. ¿Qué hacer? ¿Llamo a otra gente y después le digo que... “ahhhh, se siente”? Un poco feo, ¿no? Bueno, pues al final me llama: ya había quedado, pero me permite sumarme al plan: cervecitas, tapeo y alguna copilla por Alcorcón. Entonces, nada más colgar me empiezan a llamar uno tras otra, amigos y amigas, para ya no me acuerdo el qué, de modo que casi llego tarde a buscar a Tere. Casi otra hora hablando por teléfono... Claro, para muchas de vosotras esto no es nada, pero yo es que soy incapaz de pasarme tanto tiempo con el móvil en la oreja; se me pone colorada... Las dos, porque me lo voy cambiando de una a otra.

Bien, las cervezas y el tapeo no tuvieron incidencias, salvo una tosta de huevos fritos... ¿A quién se le ocurre inventar semejante idiotez? El huevo siempre debe estar encima del plato y el pan dentro de la yema, a menos que ya te la hayas comido, entonces puedes poner el huevo encima. Lo contrario supone que o te pones tibio con toda la barbilla chorreando yema o la pierdes sobre el plato... Claro, que esto tampoco hubiera sido un problema, pues con algo de pan sobrante se puede rebañar y pa la buchaca; sin embargo a los de la Cruz Blanca, que así se llamaba el bar (sí, la cadena comercial), se les ocurrió poner una servilleta entre el pan y el plato, con lo cual ésta absorbió todo el néctar amarillo.

Después fuimos al típico garito atestado de gente y luego al mega-fashion “Murano Lounge Bar” (podéis buscarlo en internete), todo luz y metacrilato, aunque de “lounge´” no tenía nada, si por tal entendemos un universo para disfrutar de ambiente y música suaves. Lo primero que observé fueron unas piernas de mujer en el piso de arriba a través de la mampara de cristal, llevaba minifalda y se le veían las bragas de leopardo... Groooaaaarrrrggg... Aunque un poco quieta estaba la muchacha: era una muñeca hinchable; mal asunto, olía a despedida de soltero. Subimos arriba, al lugar donde los humos del tabaco tienden a subir. De repente, alguien me tira de la cazadora por detrás; sí, mi cazadora de cuero negro, 19 años en compañía, un poco maltrecha ya, quizá poco adecuada al glamour del garito. Me vuelvo y me encuentro con dos armarios en estado etílico, uno de ellos se estaba burlando de mi cazadora; al verme la cara intenta quitarle hierro al asunto, intenta darme la mano, pero se la niego, la desprecio y me vuelvo con mis amigos. La paranoia estaba servida: empiezo a vigilar los movimientos de los dos sujetos, sus caras... Veo que conocen a mucha gente en el lugar, gente que tiene... la misma cara. No, no era un baile de máscaras. Las mujeres no, pero los tíos tenían todos la misma cara de garrulos lisérgicos; sin embargo las diferencias eran suficientes como para afirmar que no se trataba de una única familia, sino de una etnia específica bastante integrada en la sociedad post-industrial de Alcorcón.

Tras comentarlo con mis amigos llegamos a una doble conclusión: o bien se trataba de auténticos alcornoqueños, descientes de los primeros pobladores de Alcorcón, a la sazón zona rural, o bien se trataba de descendientes de emigrantes extremeños venidos a la ciudad durante la expansión industrial. En fin, que tenían cara de “más bruto q’un arao”. Todo lo cual disminuía en mucho el glamour del sitio.

Ojo, no se me mosquee el personal. Ante todo, vaya por detrás mi respeto a la gente de pueblo, que yo también lo soy: desciendo de Gredos (como las cabras), de la Alcarria (como las abejas), de Úbeda (como el aceite) y de Ciudad Real (como... ¿qué hay de típico en Ciudad Real? De hecho ni siquiera sé el nombre del pueblo de mi abuelo... He perdido mis raíces, una rama de mis antepasados; qué desastre). Pero al menos no tengo la cara de garrulos que tenían los del otro día, que parecía que en cualquier momento te iban a sacar a hostias para tirarte al pilón... Cosa que también tiene su trasunto posmoderno en las fuentes que colocan los alcaldes en todas y cada una de las glorietas que, cual chinchetas, clavan en las intersecciones de las calles.

En fin, curioso sitio, Alcorcón. Lo bueno que tiene es que a esos mismos alcaldes a veces se les va la olla y te traen a gentes como Mago de Oz, Jethro Tull, Gwendall, etc., engañados, por supuesto, por el concejal de cultura del momento o por el sobrino de éste... “Voy a hacerle un regalito al niño, hombre” (el niño que ya no cumple los cuarenta, pero que aún sigue en casa por aquello de la crisis y por haber discutido sus padres con su tío y no haber podido participar del reparto urbanístico). Sí. A los dos últimos grupos los vi durante las fiestas de este año. Otro sujeto curioso el Ian Anderson (consultad su vida en la wikipedia), aunque su música es más propia del garito Lounge que de un concierto de rock.

(Continuará)

miércoles, 24 de septiembre de 2008




El patio de mi cárcel: tratado de las prisiones.

Profunda zanja es la cárcel, profunda zanja social y profunda zanja personal. “El patio de mi cárcel” es un descenso a esta sima con una potente luz que traspasa sus paredes y deja ver el interior de las cosas que allí habitan.

“El patio de mi cárcel” es la última película de la factoría “El Deseo”, en colaboración con Warner Bros. Pictures. Ayer tuvimos un preestreno para flipados de los blogs y ahora me toca escribir sobre ella. Sin embargo, no lo hago obligado, por compromiso, o para que me inviten más veces a ver películas nuevas; lo hago porque ésta, de verdad, merece ser recomendada.

El filme narra la vida de un grupo de presas que, a través de una funcionaria de prisiones, forman un grupo de teatro (la historia está inspirada en la compañía teatral “Yeses”, nacida en la cárcel de Yeserías, Madrid). Ésta no es la típica película cruda sobre la cárcel, que harto estamos ya de ver para que siempre nos cuenten lo mismo; pero tampoco es una visión edulcorada de la realidad carcelaria, aunque pueda parecerlo durante una pequeña parte al comienzo, la parte de obligada presentación de los personajes.

En realidad es una visión que, como decía más arriba, traspasa los muros de piel, los muros de carne, y nos deja ver el espíritu de las personas. Lo que encontramos dentro nos deja boquiabiertos; encontramos lo mismo que podríamos encontrar en las persona que se hallan al otro lado de los muros, los muros de piedra, los muros de la prisión: alegrías, tristezas, amores, desengaños, ternuras y violencias...

Pero también encontramos algo que, sin dejar de presentarse en las personas “libres”, en las personas recluidas pudiera hallarse amplificado; se trata de las prisiones interiores. Por ello mismo, la película podría constituir un espejo de esas prisiones en las que se encuentran encerrados los ciudadanos libres: presos en relaciones personales destructivas, presos de las drogas, presos de la costumbre, presos de su propia visión del mundo (que en un momento dado llega a destruirse). “El patio de mi cárcel” son muchos patios.

Una de las peores prisiones es la costumbre. Por un lado está, el acostumbrarse a la prisión, verla como algo normal; “en ese momento, estás perdida”, dice Isa, la protagonista, una luchadora, una rebelde contra la prisión exterior, pero que, al igual que las otras, ha encarcelado a su espíritu, en su caso, en el infierno de las drogas. Pero también están las costumbres convertidas en rutinas difíciles de romper y que suponen para Mar, la funcionaria encargada del grupo de teatro, un obstáculo a salvar.

Cada personaje, cada presa, posee su propia prisión interior, que al manifestarse o descubrirse al espectador, incluso cuando ya se conoce, mantiene a éste en estado de tensión, esperando una tragedia. El teatro presenta para ellas una evasión temporal.

En este aspecto, en manejar las emociones del espectador, la película es una pequeña obra maestra, ya que hace pasar de la alegría y la risa al llanto, de la calma a la tensión, en una especie de montaña rusa emocional. Por lo cual se hace verdaderamente amena, pudiendo haber durado mucho más tiempo sin cansarnos, es más, disfrutando, a pesar de la dureza de las historias que cuenta; disfrutando de un buen cine.

Y en fin, por lo que toca a cuestiones técnicas (interpretación, fotografía, etc.) ya sabéis que no entiendo ni papa; de modo que lo dejo a los expertos. Por lo demás ya os digo que se trata de una película altamente recomendable y que no podéis dejar de ver cuando se ponga en cartelera.

Besos.

lunes, 15 de septiembre de 2008




Vanessa Mae

Hoy os hago una recomendación musical para los amantes del mestizaje y lo kitsch: la genial y polifacética Vanessa Mae, violinista, cantante, modelo...

Podéis leer sobre su vida y milagros en la wikipedia:
http://es.wikipedia.org/wiki/Vanessa_Mae

A continuación, unos vídeos:

Still Loving You (with Scorpions, of course; cascadillos, los amigos)


Destiny


Storm


Fantasy on a theme from Caravans


I Feel Love


La danza del sable

martes, 9 de septiembre de 2008




Viento del Este, viento del Oeste


Profunda zanja aquella en la que caen los enamorados.
Profunda zanja también la de las tradiciones antiguas.
Profunda, pero sobre todo ancha, la zanja que separa a las anteriores: Bodas de sangre, Romeo y Julieta, Otelo... La tradición colectiva que se opone al amor de los individuos, dialéctica que suele terminar trágicamente.

No es este el caso, sin embargo, de "Viento del este, viento del Oeste" (1923), la primera y genial novela de Pearl S. Buck, escritora estadounidense que se pasó 40 años viviendo en China; premio Nóbel de literatura en 1938 y Pulitzer en 1932.

En esta novela Buck se mete en la piel de una mujer china a la que sus padres prometieron con el hijo de otra familia antes de nacer ella. Éste se pasó su juventud en Occidente estudiando medicina, vuelve a su país y se casa a regañadientes con ella; su vida parece una cruzada contra todas las milenarias tradiciones chinas. A mitad de la novela la tensión se desplaza hacia el hermano de ella, que habiendo también estudiado fuera se trae por esposa a una norteamericana, lo cual crea una tensión dentro de la familia cuyas consecuencias serán impredecibles.

Toda la novela está escrita desde el punto de vista de ella en conversaciones o cartas que escribe a otra hermana o amiga. Describe las situaciones y los sentimientos con tanta delicadeza, pero sin dar rodeos, que logra conmover al lector, haciéndole soltar una lágrima de vez en cuando. Al mismo tiempo presenta de un modo magistral el choque entre las dos culturas y cómo su alma se encuentra cual velero en alta mar, a merced de dos vientos antagónicos. Son simpáticas algunas de las reflexiones sobre las costumbres occidentales desde el punto de vista chino:

"El suelo es de madera, hay que ver cómo cruje bajo los pasos de mi marido, que lleva un calzado extranjero. Probablemente porque ese ruido también le molestaba a él, ha comprado grandes cuadrados de tela gruesa, con dibujos que representan flores, y los ha distribuido por toda la habitación. ¡Para qué decirte mi estupor! Tenía miedo de estropear aquella tela y que la servidumbre escupiese encima. Cuando dije esto a mi marido, se irritó. ¡Nadie debe escupir en el suelo!
--¿Dónde entonces? --pregunté.
--¡En la calle, si es que no pueden hacer otra cosa! --me respondió secamente.
La servidumbre no logra acostumbrarse, y a mí misma me ha ocurrido escupir en la tela las semillas del melón. Y hete aquí que mi marido ha comprado minúsculas escupideras, distribuyéndolas por todas las habitaciones, y obligándonos a usarlas, según esa sucia costumbre extranjera"

...De modo que no nos engañaban en los noticiarios con la prohibición de escupir en Pekín durante los juegos. La novela es, al parecer de los expertos, un fiel retrato de las costumbres de las clases altas chinas antes de la Revolución, en especial, del papel secundario que representaba la mujer en dicha cultura (Buck fue una feminista convencida)

En fin, se trata de una novela magistral que, a pesar de que no existe ni un ápice de acción, mantiene al lector en una tensión continua a la espera del desenlace, incluso haciéndole imaginar sin ni siquiera insinuarlo, cosas que no son, posibles intrigas. Al mismo tiempo se trata de una.. No, dos maravillosas historias de amor, luchando contra las inclemencias sociales.

Os recomiendo, pues, que lo leáis.




domingo, 31 de agosto de 2008




Edificios captados desde el movimiento



























Diseñando nuevas crisis














Edificios en continuas reformas






Ecología en crisis






Banco de Santander en crisis






Cajamadrid en crisis






(Orcasitas desde el castigo)






Todo se estructura






Crisis






Todo avanza






Se mueve






Todo avanza




Todo se publicita




Se transforma






Gasolinera integrada  a una vía pecuaria




Todo avanza





Arcos de nuevo cuño







Urbanización Parquelagos









Todo permanece





Todo sube





Sin título





Torrelodones









Pasarela













Night club en la carretera de Burgos.









Centro comercial Zoco de Villalba.

Estación Principe de Asturias en Moralzarzal




viernes, 22 de agosto de 2008




El Reno Renardo ataca de nuevo

"El Reno Renardo y el reino de la cagalera de Bisbal" es el nuevo disco del grupo más grande desde que los dioses (Gigatrón) dejaron la tierra abandonada a su suerte, abandonada en medio de hordas de pijos, reguetoneros y bakalas.

El disco podéis descargarlo en http://www.elrenorenardo.com/descargas.html, pero aquí os dejo un adelanto. El primero es un videoclip, los demás sólo canciones.

Crecí en los 80


El bogavante


Ctrl+Alt+Supr


Cien idiotas


Tu hamster


Vomito


Fiesta Palangana


Trilorgía, día 1: Despiporre


Trilorgía, día 2: Secuelas


Trilorgía, día 3: Urgencias

martes, 19 de agosto de 2008




Golondrinas

Desde esta misma mesa, a través de la ventana y encuadrada en uno de los rombos de la verja, observo a una golondrina posada en el cable de la luz, haciendo equilibrios con la cola. Ahora han llegado otras dos más. Hasta ayer nunca se habían posado aquí, hasta ayer nunca habíamos tenido un polluelo de golondrina en nuestras manos, en nuestras arizónicas, en nuestro jardín.

Las golondrinas adultas probablemente llegaron atraídas por el pequeño, que no paraba de piar, ignoro si de hambre o si por otra razón. Llegaron tres golondrinas adultas que le contestaban pareciendo animarle a levantar el vuelo; el polluelo, sin embargo, era demasiado pequeño para lograrlo.

Ignoro cuánto tiempo permanecerán en el cable, en los alrededores de mi casa, esperando en vano escuchar de nuevo al pequeñín.

Murió por la noche.

Durante el día apenas comió, apenas bebió y fue sometido a un trajín demasiado intenso: demasiada gente cogiéndole, demasiado estrés para él. Los cuidados que le prodigaba mi amiga Caty quizá fueron demasiado generosos. Ya había hecho bastante recogiéndole de la carretera, salvándole de una muerte segura. Tendríamos que haberle dejado en las arizónicas, cerca de sus semejantes, que parecían reconocerle.

Míralas. Ahí están las tres. Esperando.

Son curiosas las golondrinas. El año pasado, haciendo el Camino de Santiago, a la entrada de no me acuerdo qué aldea de Lugo, observaba volar a unos cuantos ejemplares cuando, de repente, apareció una rapaz y capturó en vuelo a uno de ellos. Con su presa en las garras siguió volando. Las golondrinas que quedaban, sin embargo, en vez de huir, siguieron a la rapaz haciendo pasadas amenazantes sobre su cabeza; ésta, no obstante, no se amedrentó y siguió el vuelo con su captura. Las aves se perdieron de vista dejándome un escalofrío por la espalda.

Pían. Parecen conversar entre sí. Una de ellas, quizá la madre, no se mueve del cable. Las otras dos van y vienen, se quedan un rato. Ya no le oyen piar. ¿Por qué no se van? Es indudable que poseen memoria. No sé que habrá hecho mi hermano con el cadáver, puede que todavía esté por aquí, en la basura, quizá lo huelan.

Quizá se queden aquí todo el verano para recordarnos nuestra negligencia a la hora de atender a su polluelo.

Ahora han desaparecido las tres. ¿Volverán? ¿O habrán caducado sus recuerdos? Con los animales nunca se sabe. Hay peces cuya memoria dura tres segundos; la de los elefantes, en cambio, parece acabar tan solo con su muerte.

Quizá, también, sea una coincidencia. Quizá no haya reparado en las golondrinas hasta ayer mismo. Quizá ya estuvieran aquí antes de que llegara Caty con su hallazgo. Quizá no mantuviesen ninguna relación filogenética de primer grado con el pequeñín. Quizá sea mi sentimiento de culpa el que haya supuesto dicha relación.

Nos iremos a Madrid con la duda.

miércoles, 23 de julio de 2008




TENSIÓN ORCASITAS

www.orcasitas.net

viernes, 4 de julio de 2008




El Cristo de la calavera (Gustavo Adolfo Bécquer)

Hoy os presento esta leyenda de uno de nuestros grandes románticos, Bécquer, apasionado de las historias medievales, con paisajes lúgubres y acontecimientos macabros. En ésta, no obstante, hay un toque de humor e ironía al servicio de una enseñanza o moraleja implícita, aunque bastante obvia. Podéis leer más de él en
http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/LiteraturaEspanola/becquer/



EL CRISTO DE LA CALAVERA

(Leyenda de Toledo)

El rey de Castilla marchaba a la guerra de moros, y para combatir con los enemigos de la religión había apelado en son de guerra a todo lo más florido de la nobleza de sus reinos. Las silenciosas calles de Toledo resonaban noche y día con el marcial rumor de los atabales y los clarines, y ya en la morisca puerta de Visagra, ya en la de Valmardón o en la embocadura del antiguo puente de San Martín, no pasaba hora sin que se oyese el ronco grito de los centinelas anunciando la llegada de algún caballero que, precedido de su pendón señorial y seguido de jinetes y peones, venía a reunirse al grueso del ejército castellano.

El tiempo que faltaba para emprender el camino de la frontera y concluir de ordenar las huestes reales discurría en medio de fiestas públicas, lujosos convites y lucidos torneos, hasta que, llegada, al fin, la víspera del día señalado de antemano por su alteza para la salida del ejército, se dispuso un postrer sarao, con el que debieran terminar los regocijos.

La noche del sarao, el alcázar de los reyes ofrecía un aspecto singular. En los anchurosos patios, alrededor de inmensas hogueras y diseminados sin orden ni concierto, se veía una abigarrada multitud de pajes, soldados, ballesteros y gente menuda, que éstos aderezando sus corceles y sus armas y disponiéndolos para el combate; aquéllos saludando con gritos o blasfemias las inesperadas vueltas de la fortuna, personificada en los dados del cubilete; los otros repitiendo en coro el refrán de un romance de guerra que entonaba un juglar, acompañado de la guzla; los de más allá comprando a un romero conchas, cruces y cintas tocadas en el sepulcro de Santiago, o riendo con locas carcajadas de los chistes de un bufón, o ensayando en los clarines el aire bélico para entrar en la pelea, propio de sus señores, o refiriendo antiguas historias de caballerías o aventuras de amor, o milagros recientemente acaecidos, formaban un infernal y atronador conjunto, imposible de pintar con palabras.

Sobre aquel revuelto océano de cantares de guerra, rumor de martillos que golpeaban los yunques, chirridos de limas que mordían el acero, piafar de corceles, voces descompuestas, risas inextinguibles, gritos desaforados, notas destempladas, juramentos y sonidos extraños y discordes, flotaban a intervalos, como un soplo de brisa armoniosa, los lejanos acordes de la música del sarao.

Éste, que tenía lugar en los salones que formaban el segundo cuerpo del alcázar, ofrecía, a su vez, un cuadro, si no tan fantástico y caprichoso, más deslumbrador y magnífico.

Por las extensas galerías que se prolongaban a lo lejos, formando un intricado laberinto de pilastras esbeltas y ojivas caladas y ligeras como el encaje; por los espaciosos salones vestidos de tapices, donde la seda y el oro habían representado con mil colores diversos, escenas de amor, de caza y de guerra, y adornados con trofeos de armas y escudos, sobre los cuales vertían un mar de chispeante luz un sinnúmero de lámparas y de candelabros de bronce, palta y oro, colgadas aquéllas de las altísimas bóvedas y enclavados éstos en los gruesos sillares de los muros; por todas partes adonde se volvían los ojos se veían oscilar y agitarse en distintas direcciones una nube de damas hermosas con ricas vestiduras chapadas en oro, redes de perlas aprisionando sus rizos, joyas de rubíes llameando sobre su seno, plumas sujetas en vaporoso cerco a un mango de marfil, colgadas del puño, y rostrillos de blancos encajes que acariciaban sus mejillas, o alegres turbas de galanes con talabartes de terciopelo, justillos de brocado y calzas de seda, borceguíes de tafilete, capotillos de mangas perdidas y caperuza, puñales con pomo de filigrana y estoques de corte, bruñidos, delgados y ligeros.

Pero entre esta juventud brillante y deslumbradora, que los ancianos miraban desfilar con una sonrisa de gozo, sentados en los altos sitiales de alerce que rodeaban el estrado real, llamaba la atención por su belleza incomparable una mujer, aclamada reina de la hermosura en todos los torneos y las cortes de amor de la época, cuyos colores habían adoptado por empresa los caballeros más valientes, cuyos encantos eran asunto de las coplas de los trovadores más versados en la ciencia del gay saber, a la que se volvían con asombro todas las miradas, por la que suspiraban en secreto todos los corazones; alrededor de la cual se veían agruparse con afán, como vasallos humildes en torno de su señora, los más ilustres vástagos de la nobleza toledana, reunida en el sarao de aquella noche.

Los que asistían de continuo a formar el séquito de presuntos galanes de doña Inés de Tordesillas, que tal era el nombre de esta celebrada hermosura, a pesar de su carácter altivo y desdeñoso, no desmayaban jamás en sus pretensiones; y éste animado con una sonrisa que había creído adivinar en sus labios, aquél con una mirada benévola que juzgaba haber sorprendido en sus ojos; el otro, con una palabra lisonjera, un ligerísimo favor o una promesa remota, cada cual esperaba en silencio ser el preferido. Sin embargo, entre todos ellos había dos que más particularmente se distinguían por su asiduidad y rendimiento, dos, que, al parecer, si no los predilectos de la hermosa, podrían calificarse de los más adelantados en el camino de su corazón. Estos dos caballeros, iguales en cuna, valor y nobles prendas, servidores de un mismo rey y pretendientes de una misma dama, llamábanse Alonso de Carrillo, el uno, y el otro, Lope de Sandoval.

Ambos habían nacido en Toledo; juntos habían hecho sus primeras armas, y en un mismo día, al encontrarse sus ojos con los de doña Inés, se sintieron poseídos de un secreto y ardiente amor por ella, amor que germinó algún tiempo retraído y silencioso, pero que al cabo comenzaba a descubrirse y a dar involuntarias señales de existencia en sus acciones y discursos.

En los torneos de Zocodover, en los juegos florales de la corte, siempre que se les había presentado coyuntura para rivalizar entre sí en gallardía o donaire, se habían aprovechado con afán ambos caballeros, ansiosos de distinguirse a los ojos de su dama; y aquella noche, impelidos, sin duda, por un mismo afán, trocando los hierros por las plumas y las mallas por los brocados y la seda, de pie junto al sitial donde ella se reclinó un instante después de haber dado una vuelta por los salones, comenzaron una elegante lucha de frases enamoradas e ingeniosas, epigramas embozados y agudos.

Los astros menores de esta brillante constelación, formando un dorado semicírculo en torno de ambos galanes, reían y esforzaban las delicadas burlas; y la hermosa objeto de aquel torneo de palabras aprobaba con una imperceptible sonrisa los conceptos escogidos o llenos de intención que ora salían de los labios de sus adoradores como una ligera onda de perfume que halagaba su vanidad, ora partían como una saeta aguda que iba a buscar, para clavarse en él, el punto más vulnerable del contrario: su amor propio.

Ya el cortesano combate de ingenio y galanura comenzaba a hacerse de cada vez más crudo; las frases eran aún corteses en la forma, pero breves, secas, y al pronunciarlas, si bien las acompañaba una ligera dilatación de los labios, semejante a una sonrisa, los ligeros relámpagos de los ojos imposibles de ocultar, demostraban que la cólera hervía comprimida en el seno de ambos rivales.

La situación era insostenible. La dama lo comprendió así, y levantándose del sitial se disponía a volver a los salones, cuando un nuevo incidente vino a romper la valla del respetuoso comedimiento en que se contenían los dos jóvenes enamorados. Tal vez con intención, acaso por descuido, doña Inés había dejado sobre su falda uno de los perfumados guantes, cuyos botones de oro se entretenía en arrancar uno a uno mientras duró la conversación. Al ponerse de pie, el guante resbaló por entre los anchos pliegues de seda y cayó en la alfombra. Al verlo caer, todos los caballeros que formaban su brillante comitiva se inclinaron presurosos a recogerlo, disputándose el honor de alcanzar un leve movimiento de cabeza en premio de su galantería.

Al notar la precipitación con que todos hicieron el ademán de inclinarse, una impecable sonrisa de vanidad satisfecha asomó a los labios de la orgullosa doña Inés, que después de hacer un saludo general a los galanes que tanto empeño mostraban en servirla, sin mirar apenas y con la mirada alta y desdeñosa, tendió la mano para recoger el guante en la dirección en que se encontraban Lope y Alonso, los primeros que parecían haber llegado al sitio en que cayera.

En efecto, ambos jóvenes habían visto caer el guante cerca de sus pies; ambos se habían inclinado con igual presteza a recogerle, y al incorporarse, cada cual lo tenía asido por un extremo. Al verlos inmóviles, desafiándose en silencio con la mirada y decididos ambos a no abandonar el guante que acababan de levantar del suelo, la dama dejó escapar un grito leve e involuntario, que ahogó el murmullo de los asombrados espectadores, los cuales presentían una escena borrascosa que en el alcázar, y en presencia del rey, podría calificarse de un horrible desacato.

No obstante, Lope y Alonso permanecían impasibles, mudos, midiéndose con los ojos, de la cabeza a los pies, sin que la tempestad de sus almas se revelase más que por un ligero temblor nervioso que agitaba sus miembros como si se hallasen acometidos de una repentina fiebre.

Los murmullos y las exclamaciones iban subiendo de punto; la gente comenzaba a agruparse en torno de los actores de escena; doña Inés, o aturdida o complaciéndose en prolongarla, daba vueltas de un lado a otro, como buscando dónde refugiarse y evitar las miradas de la gente, que cada vez acudía en mayor número. La catástrofe era ya segura; los dos jóvenes habían ya cambiado algunas palabras en voz sorda, y mientras que con la una mano sujetaban el guante con una fuerza convulsiva, parecían ya buscar instintivamente con la otra el puño de oro de sus dagas, cuando se entreabrió respetuosamente el grupo que formaban los espectadores y apareció el rey.

Su frente estaba serena; ni había indignación en su rostro ni cólera en su ademán.

Tendió una mirada alrededor, y esta sola mirada fue bastante para darle a conocer lo que pasaba. Con toda la galantería del doncel más cumplido, tomó el guante de las manos de los caballeros, que, como movidas por un resorte, se abrieron si dificultad al sentir en contacto de la del monarca y volviéndose a doña Inés de Tordesillas, que apoyada en el brazo de una dueña parecía próxima a desmayarse, exclamó, presentándolo, con acento, aunque templado, firme:

-Tomad, señora, y cuidad de no dejarlo caer en otra ocasión donde al devolvéroslo, os lo devuelvan manchado en sangre.

Cuando el rey terminó de decir estas palabras, doña Inés, no acertaremos a decir si a impulsos de la emoción o por salir más airosa del paso, se había desvanecido en brazos de los que la rodeaban.

Alonso y Lope, el uno estrujando en silencio entre sus manos el birrete de terciopelo, cuya pluma arrastraba por la alfombra, y el otro mordiéndose los labios hasta hacerse brotar la sangre, se clavaron una mirada tenaz e intensa.

Una mirada en aquel lance equivalía a un bofetón, a un guante arrojado al rostro, aun desafío a muerte. Al llegar la medianoche, los reyes se retiraron a su cámara. Terminó el sarao, y los curiosos de la plebe, que aguardaban con impaciencia este momento formando grupos y corrillos en las avenidas de palacio, corrieron a estacionarse en la cuesta del alcázar, los Miradores y el Zocodover.

Durante una o dos horas, en las calles inmediatas a estos puntos reinó un bullicio, una animación y un movimiento indescriptibles. Por todas partes se veían cruzar escuderos caracoleando en sus corceles ricamente enjaezados, reyes de armas con lujosas casullas llenas de escudos y blasones, timbaleros vestidos de colores vistosos, soldados cubiertos de armaduras resplandecientes, pajes con capotillos de terciopelo y birretes coronados de plumas, y servidores de a pie que precedían las lujosas literas y las andas cubiertas e ricos paños, llevando en sus manos grandes hachas encendidas, a cuyo rojizo resplandor podía verse a la multitud que, con cara atónita, labios entreabiertos y ojos espantados, miraba desfilar con asombro a todo lo mejor de la nobleza castellana, rodeada en aquella ocasión de un fausto y un esplendor fabulosos.

Luego, poco a poco fue cesando el ruido y la animación; los vidrios de colores de las altas ojivas del palacio dejaron brillar; atravesó entre los apiñados grupos la última cabalgata; la gente del pueblo, a su vez, comenzó a dispersarse en todas direcciones, perdiéndose entre las sombras del enmarañado laberinto de calles oscuras, estrechas y torcidas, y ya no turbaba el profundo silencio de la noche más que el grito lejano de vela de algún guerrero, el rumor de los pasos de algún curioso que se retiraba el último o el ruido que producían las albadas de algunas puertas al cerrarse, cuando en lo alto de la escalinata que conducía a la plataforma del palacio apareció un caballero, el cual, después de tender la vista por todos los lados, como buscando a alguien que debía esperarlo, descendió lentamente hacia la cuesta del alcázar, por la que se dirigió hacia el Zocodover.

Al llegar a la plaza de este nombre se detuvo un momento y volvió a pasear la mirada a su alrededor. La noche estaba oscura; no brillaba una sola estrella en el cielo, ni en toda la plaza se veía una sola luz, no obstante, allá a lo lejos, y en la misma dirección en que comenzó a percibirse un ligero ruido como de pasos que iban aproximándose, creyó distinguir el bulto de un hombre: sin duda, el mismo a quien parecía aguardaba con tanta impaciencia.

El caballero que acababa de abandonar el alcázar para dirigirse a Zocodover era Alonso Carrillo, que, en razón al puesto de honor que desempeñaba cerca de la persona del rey, había tenido que acompañarle en su cámara hasta aquellas horas. El que, saliendo de entre las sombras de los arcos que rodeaban la plaza, vino a reunírsele, Lope de Sandoval. Cuando los dos caballeros se hubieron reunido cambiaron algunas frases en voz baja.

-Presumí que me aguardabas -dijo el uno.

-Esperaba que lo presumirías -contestó el otro.

-¿Y adónde iremos?

-A cualquier parte donde se puedan hallar cuatro palmos de terreno donde revolverse y un rayo de claridad que nos alumbre.

Terminado este brevísimo diálogo, los dos jóvenes se internaron por una de las estrechas calles que desembocan en el Zocodover, desapareciendo en la oscuridad como esos fantasmas de la noche que, después de aterrar un instante al que los ve, se deshacen en átomos de niebla y se confunden en el seno de las sombras.

Largo rato anduvieron dando vueltas a través de las calles de Toledo, buscando un lugar a propósito para terminar sus diferencias; pero la oscuridad de la noche era tan profunda, que el duelo parecía imposible. No obstante, ambos deseaban batirse, y batirse antes que rayase el alba, pues al amanecer debían partir las huestes reales, y Alonso con ellas.

Prosiguieron, pues, cruzando al azar plazas desiertas, pasadizos sombríos, callejones estrechos y tenebrosos, hasta que, por último, vieron brillar a lo lejos una luz, una luz pequeña y moribunda, en torno a la cual la niebla formaba un cerco de claridad fantástica y dudosa.

Habían llegado a la calle del Cristo, y la luz que se divisaba en uno de sus extremos parecía ser la del farolillo que alumbraba en aquella época, y alumbra aún, a la imagen que le da su nombre.

Al verla, ambos dejaron escapar una exclamación de júbilo y, apresurando el paso en su dirección, no tardaron mucho en encontrarse junto al retablo en que ardía.

Un arco rehundido en el muro, en el fondo del cual se veía la imagen del Redentor enclavado en la cruz y con una calavera al pie; un tosco cobertizo de tablas que lo defendía de la intemperie, y el pequeño farolillo colgado de una cuerda, que lo iluminaba débilmente, vacilando al impulso del aire, formaban todo el retablo, alrededor del cual colgaban algunos festones de yedra que habían crecido entre los oscuros y rotos sillares, formando una especie de pabellón de verdura.

Los caballeros, después de saludar respetuosamente a la imagen de Cristo quitándose los birretes y murmurando en voz baja una corta oración, reconocieron el terreno con una ojeada, echaron a tierra sus mantos, y apercibiéndose mutuamente para el combate y dándose la señal con un leve movimiento de cabeza, cruzaron los estoques. Pero apenas se habían tocado los aceros, y antes que ninguno de los combatientes hubiese podido dar un solo paso o intentar un golpe, la luz se apagó de repente y la calle quedó sumida en la oscuridad más profunda. Como guiados de un mismo pensamiento, y al verse rodeados de repentinas tinieblas, los dos combatientes dieron un paso atrás, bajaron la suelo las puntas de sus espadas y levantaron los ojos hacia el farolillo, cuya luz, momentos antes apagada, volvió a brillar de nuevo al punto en que hicieron ademán de suspender la pelea.

-Será alguna ráfaga de aire que ha abatido la llama al pasar -exclamó Carrillo, volviendo a ponerse en guardia y previniendo con una voz a Lope, que parecía preocupado.

Lope dio un paso adelante para recuperar el terreno perdido, tendió el brazo y los aceros se tocaron otra vez; mas, al tocarse, la luz se tornó a apagar por sí misma, permaneciendo así mientras no se separaron los estoques.

-En verdad que esto es extraño -murmuró Lope, mirando al farolillo, que espontáneamente había vuelto a encenderse y se mecía con lentitud en el aire, derramando una claridad trémula y extraña sobre el amarillo cráneo de la calavera colocada a los pies del Cristo.

-¡Bah! -dijo Alonso-. Será la beata encargada de cuidar del farol del retablo sisa a los devotos y escasea el aceite, por la cual la luz, próxima la morir, luce y se oscurece a intervalos en señal de agonía.

Y dichas estas palabras, el impetuoso joven tornó a colocarse en actitud de defensa. Su contrario le imitó; pero esta vez no tan solo volvió a rodearlos una sombra espesísima e impenetrable, sino que la mismo tiempo hirió sus oídos el eco profundo de una voz misteriosa, semejante a esos largos gemidos del vendaval, que parece que se queja y articula palabras al correr aprisionado por las torcidas, estrechas y tenebrosas calles de Toledo.

Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana, nunca pudo saberse; pero al oírla ambos jóvenes se sintieron poseídos de tan profundo terror, que las espadas se escaparon de sus manos, el cabello se les erizó y por sus cuerpos, que estremecía un temblor involuntario, y por sus frentes, pálidas y descompuestas, comenzó a correr un sudor frío como el de la muerte.

La luz, por tercera vez apagada, por tercera vez volvió a resucitar, y las tinieblas se disiparon.

-Ah! -exclamó Lope al ver a su contrario entonces, y en otros días su mejor amigo, asombrado como él, como él pálido e inmóvil-. Dios no quiere permitir este combate, porque es una lucha fraticida, porque un combate entre nosotros ofende al cielo ante el cual nos hemos jurado cien veces una amistad eterna.

Y esto diciendo, se arrojó en los brazos de Alonso, que le estrechó entre los suyos con una fuerza y una efusión indecibles.

Pasados algunos minutos, durante los cuales ambos jóvenes se dieron toda clase de muestras de amistad y cariño, Alonso tomó la palabra, y con acento conmovido aún por la escena que acabamos de referir, exclamó, dirigiéndose a su amigo:

-Lope, yo sé que amas a doña Inés; ignoro si tanto como yo, pero la amas. Puesto que un duelo entre nosotros es imposible, resolvámonos a encomendar nuestra suerte en sus manos. Vamos en su busca: que ella decida con libre albedrío cuál ha de ser el dichoso, cuál el infeliz. Su decisión será respetada por ambos, y el que no merezca sus favores, mañana saldrá con el rey de Toledo, e irá a buscar el consuelo del olvido en la agitación de la guerra.

-Pues que tú lo quieres, sea -contestó Lope.

Y el uno apoyado en el brazo del otro, los dos amigos se dirigieron hacia la catedral, en cuya plaza, y en un palacio del que ya no quedan ni aun los restos, habitaba doña Inés de Tordesillas.

Estaba a punto de rayar el alba, y como algunos de los deudos de doña Inés, sus hermanos entre ellos, marchaban al otro día con el ejército real, no era imposible que en las primeras horas de la mañana pudiesen penetrar en su palacio.

Animados con esta esperanza, llegaron, en fin, al pie de la gótica torre del templo; mas al llegar a aquel punto un ruido particular llamó su atención, y deteniéndose en uno de los ángulos, ocultos entre la sombra de los altos machones que flaquean los muros, vieron, no sin grande asombro, abrirse el balcón del palacio de su dama, aparecer en él un hombre que se deslizó hasta el suelo, al parecer con la ayuda de una cuerda, y, por último, una forma blanca, doña Inés, sin duda, que, inclinándose sobre el calado antepecho, cambió algunas tiernas frases de despedida con su misterioso galán.

El primer movimiento de los dos jóvenes fue llevar las manos al puño de sus espadas; pero, deteniéndose como heridos de una idea súbita, volvieron los ojos a mirarse, y se hubieron de encontrar con una cara de asombro, tan cómica, que ambos prorrumpieron en una ruidosa carcajada, carcajada que, repitiéndose de eco en eco en el silencio de la noche, resonó en toda la plaza y llegó hasta el palacio.

Al oírla, la forma blanca desapareció del balcón, se escuchó el ruido de las puertas, que se cerraron con violencia, y todo volvió a quedar en silencio.

Al dia siguiente, la reina, colocada en un estrado lujosísimo, veía desfilar las huestes que marchaban a la guerra de moros, teniendo a su lado a las damas más principales de Toledo. Entre ellas estaba doña Inés de Tordesillas, en la que aquel día, como siempre, se fijaban todos los ojos; pero, según a ella le parecía advertir, con diversa expresión de la costumbre. Diríase que en todas las curiosas miradas que a ella se volvían retozaba una sonrisa burlona.

Este descubrimiento no dejaba de inquietarla algo, sobre todo teniendo en cuenta las ruidosas carcajadas que la noche anterior había creído percibir a lo lejos y en uno de los ángulos de la plaza, cuando cerraba el balcón y despedía a su amante; pero al mirar aparecer entre las filas de los combatientes, que pasaban por debajo del estrado lanzando chispas de fuego de sus brillantes armaduras y envueltos en una nube de polvo los pendones reunidos de las casas de Carrillo y Sandoval; al ver la significativa sonrisa que la saludar a la reina le dirigieron los dos antiguos rivales, que cabalgaban juntos, todo lo adivinó, y la púrpura de la vergüenza enrojeció su frente y brilló en sus ojos una lágrima de despecho.





Zanjas profundas en tu mente
Zanjas profundas en tu mundo
Zanjas que nos separan
Zanjas que nos escinden
Zanjas en las que caemos
a veces sin poder salir
___________________________