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jueves, 23 de agosto de 2012




Russell: afecto y seguridad




Los que se enfrentan a la vida con sensación de seguridad
son mucho más felices que los que la afrontan con sensación de inseguridad,
siempre que esa sensación de seguridad no los conduzca al desastre. Y en
muchísimos casos, aunque no en todos, la misma sensación de seguridad les ayuda
a escapar de peligros en los que otros sucumbirían. Si uno camina sobre un
precipicio por una tabla estrecha, tendrá muchas más probabilidades de caerse si tiene miedo que si no
lo tiene. Y lo mismo se aplica a nuestro comportamiento en la vida. Por
supuesto, el hombre sin miedo puede toparse de pronto con el desastre, pero es
probable que salga indemne de muchas situaciones difíciles, en las que un
tímido lo pasaría muy mal. Como es natural, este tipo tan útil de confianza en
uno mismo adopta innumerables formas. Unos se sienten confiados en las
montañas, otros en el mar y otros en el aire. Pero la confianza general en uno
mismo es consecuencia, sobre todo, de estar acostumbrado a recibir todo el
afecto que uno necesita. Y de este hábito mental, considerado como una fuente
de entusiasmo, es de lo que quiero hablar en el presente capítulo.





Lo que causa esta
sensación de seguridad es el afecto recibido, no el afecto dado, aunque en la
mayor parte de los casos suele ser un cariño recíproco. Hablando en términos
estrictos, no es solo el afecto, sino la admiración, lo que produce estos
resultados. Las personas que por profesión tienen que ganarse la admiración del
público, como los actores, predicadores, oradores y políticos, dependen cada
vez más del aplauso. Cuando reciben el ansiado premio de la aprobación pública,
sus vidas se llenan de entusiasmo; cuando no lo reciben, viven descontentos y
reconcentrados. La simpatía difusa de una multitud es para ellos lo que para
otros el cariño concentrado de unos pocos. El niño cuyos padres le quieren
acepta su cariño como una ley de la naturaleza. No piensa mucho en ello, aunque
sea muy importante para su felicidad. Piensa en el mundo, en las aventuras que
le van ocurriendo y en las aventuras aún más maravillosas que le ocurrirán
cuando sea mayor. Pero detrás de todos estos intereses exteriores está la
sensación de que el amor de sus padres le protegerá contra todo desastre. El
niño al que, por alguna razón, le falta el amor paterno, tiene muchas
posibilidades de volverse tímido y apocado, lleno de miedos y autocompasión, y
ya no es capaz de enfrentarse al mundo con espíritu de alegre exploración.
Estos niños pueden ponerse a meditar sorprendentemente pronto sobre la vida, la
muerte y el destino humano. Al principio, se vuelven introvertidos y melancólicos,
pero a la larga buscan el consuelo irreal de algún sistema filosófico o
teológico. El mundo es un lugar muy confuso que contiene cosas agradables y
cosas desagradables mezcladas al azar. Y el deseo de encontrar una pauta o un
sistema inteligible es, en el fondo, consecuencia del miedo; de hecho, es como
una agorafobia o miedo a los espacios abiertos. Entre las cuatro paredes de su
biblioteca, el estudiante tímido se siente a salvo. Si logra convencerse de que
el universo está igual de ordenado, se sentirá casi igual de seguro cuando
tenga que aventurarse por las calles. Si estos hombres hubieran recibido más
cariño tendrían menos miedo del mundo y no habrían tenido que inventar un mundo
ideal para sustituir al real en sus mentes.







Sin embargo, no todo cariño tiene este efecto de animar a la aventura.
El afecto que se da debe ser fuerte y no tímido, desear la excelencia del ser
amado más que su seguridad, aunque, por supuesto, no sea indiferente a la
seguridad. La madre o niñera timorata, que siempre está advirtiendo a los niños
de los desastres que pueden ocurrirles, que piensa que todos los perros muerden
y que todas las vacas son toros, puede infundirles aprensiones iguales a las
suyas, haciéndoles sentir que nunca estarán a salvo si se apartan de su lado. A
una madre exageradamente posesiva, esta sensación por parte del niño puede
resultarle agradable: le interesa más que el niño dependa de ella que su
capacidad para enfrentarse al mundo. En este caso, lo más probable es que a
largo plazo al niño le vaya aún peor que si no le hubieran querido nada. Los
hábitos mentales adquiridos en los primeros años tienden a persistir toda la
vida.




(Bertrand Russell, La Conquista de la Felicidad)


1 comentario:

Anónimo dijo...

La inseguridad o seguridad a veces son confusas. conozco tipos aparentemente seguros que se desmoronan ante situaciones difíciles. Gañanes que actuan con gran diligencia y toman decisiones estúpidas con facilidad y gran predicamento. Luego, tras el desastre suelen echar la culpa al empedrado. Prefiero los tipos aparentemente tímidos e inseguros que, en situaciones difíciles, sorprenden por su capacidad para afrontar la toma de decisiones con inteligencia.
Snordfold

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